Eficazmente, Falomir puso de manifiesto las dificultades de la historiografía para encajar el Renacimiento bajo esa perspectiva identitaria, por cuanto su afinidad con el ideal clasicista era ajena al realismo, su carácter cosmopolita orbitaba en torno al arte italiano y su pulsión secularizadora confrontaba con el rigorista catolicismo hispano. Tales coordenadas incitaron a la reescritura de la pintura española del Renacimiento a partir de aquellos artistas que se consideraban menos contaminados por las corrientes foráneas, específicamente italianas, una de cuyas consecuencias fue la reinterpretación del Greco como la versión más acabada del naturalismo propio del alma hispana. El asombroso fenómeno de españolización del Greco resolvió, además, la complicada articulación entre la pintura española renacentista y barroca, proporcionando una continuidad cualitativa entre ambas.
Como acertadamente señaló Falomir, al aceptar el parámetro del naturalismo como condición determinante para analizar la pintura española del Renacimiento, quedó condicionado el estudio de otras propuestas, algunas de las cuales tuvieron una notable fortuna.
Para enfocar la parte central del discurso, y comparando la influencia de la lengua castellana durante las décadas de tránsito entre los siglos XVI y XVII, momento en que se acuñó la expresión de Pax Hispánica, Falomir se interrogaba sobre la existencia de rasgos específicos de lo español en el arte, como sucedió con la literatura. Religiosidad y devoción suelen ser aceptados por la historiografía como elementos distintivos del gusto artístico español de ese periodo. Los ejes rectores del gusto hispano se regían por la decencia, el decoro y la dignidad. De acuerdo con tales principios, los consumidores de arte manifestaron su predilección por los temas devotos, las composiciones naturalistas con figuras de gran tamaño y la preferencia del color sobre el dibujo.
La inteligente argumentación de Falomir se desplazó desde el terreno de la producción de las obras de arte al ámbito de los clientes y receptores. Desde esa posición cuestionó la supuesta omnipresencia de la temática sacra en los hábitos de consumo de la sociedad española, recordando que la pintura religiosa mantenía un discreto tercer lugar en las residencias nobiliarias, detrás del retrato y de las alegorías mitológicas. La dificultad en clave nacional para satisfacer la demanda fue la deficiencia crónica en España de la pintura al fresco y del retrato, lo que supuso en la práctica depender de artistas italianos y flamencos. De hecho, y sin comparación con otro país europeo, España fue durante el Renacimiento la principal receptora de maestros extranjeros y de obras de arte importadas. Y, de hecho, también, muchos de los propios pintores españoles se formaron en Italia.
Acertadamente, Falomir equiparó el proceso de asimilación de pinturas y pintores foráneos, al comportamiento habitual en España de importación de bienes manufacturados, debido a la expansión de una demanda a la que era incapaz de satisfacer la oferta interna, al inferior coste de mercado de los productos exteriores y a su mayor calidad. Este último requisito, la calidad, fue determinante en la contratación de pintores extranjeros. En palabras de Falomir, “una deficiencia de los pintores españoles fue su falta de calidad. Soy consciente de adentrarme en terreno pantanoso y que ‘calidad’ es palabra tabú en la actual historia del arte, pero dirigiendo el Museo del Prado no puedo ignorarla y los consumidores de pintura del siglo XVI tampoco lo hacían. Juzgola ‘calidad’ por los parámetros de la teoría artística de la época: invenzione, disegno y colorito, pero también por su adecuación a los modelos figurativos vigentes. De acuerdo con estas premisas, la calidad de la pintura realizada por los artistas formados en España fue, salvo excepciones (Joan de Joanes o Luis de Morales), muy discreta e inferior a la de la escultura, el gran arte figurativo de la España del Quinientos”.
Por consiguiente, el impacto y la relevancia de las obras y de los artistas italianos y flamencos fueron esenciales en la producción y en el comercio de pintura durante el Renacimiento en España. Rubens llamó la atención en su primer viaje al país en 1603 sobre el contraste entre la deficiente calidad de los pintores españoles y la excelencia de las colecciones. Falomir lo definió certeramente: “España estaba, por utilizar una terminología en boga hace unos años, en la periferia de la actividad artística europea; sin embargo, en términos de consumo de pintura, era uno de sus principales centros”.
Concluyó su discurso confirmando que tanto Rubens como Tiziano, y posteriormente Giordano y otros significados maestros europeos, fueron decisivos en la configuración del gusto de coleccionistas, aficionados y pintores españoles, y recordando la renuncia del tratadista Antonio Palomino a una interpretación autárquica del desarrollo histórico de la pintura española, al incorporar a los citados artistas flamencos e italianos a su Parnaso español.
Nacido en Valencia en 1966, Miguel Falomir Faus se licenció en Historia del Arte, amplió su formación en elConsejo Superior de Investigaciones Científicas, se doctoró en la Universidad de Valencia y disfrutó de una beca Fulbright posdoctoral en el Institute of Fine Arts de la Universidad de Nueva York.
En su trayectoria profesional ha alternado la docencia –Universidad de Valencia, Center for Advanced Study in the Visual Arts de la National Gallery of Art de Washington, profesor invitado en las universidades de Udine en Italia y UCLA en Estados Unidos– con la investigación y la gestión cultural, en su condición de jefe del departamento de Pintura Italiana y Francesa del Museo del Prado. En 2017 fue nombrado director del Museo del Prado, cargo que ostenta en la actualidad. Es autor de numerosos libros, artículos y ensayos, y ha comisariado excepcionales exposiciones sobre los maestros Tintoretto, Tiziano o Arcimboldo, entre otros grandes referentes de la Historia del Arte.