Academia

Martín Chirino, in memoriam

20 de octubre de 2019

El pensamiento estético de Martín Chirino, sus referentes reconocidos, la vindicación identitaria de sus raíces, el devenir cosmopolita de su trayectoria y la forma de enfrentarse al hecho creativo, fueron compartidos públicamente por el escultor a través de lúcidos testimonios. Las coordenadas culturales de su posición conceptual y artística tuvieron como ejes la herencia de su origen canario –enraizado en la tradición mítica del arte aborigen-, la condición de las islas como una encrucijada de caminos de ida y vuelta entre Europa, África y América, y el principio de la universalidad del arte. “Desde lo particular hacia el universo, éste ha sido el leitmotiv de mi quehacer como escultor […]. En mi isla viviendo a caballo entre culturas y con la añoranza del mito se desarrolla el principio de mi obra, mirando y aprendiendo del entorno y a la vez soñando otros mundos”.

El primer contacto de Chirino con el metal tuvo lugar en presencia de gigantescos esqueletos de buques, de la mano de su padre, jefe de talleres en los astilleros del Puerto de la Luz. Ante la inmanente presencia del mar, se dejaba cautivar por las volutas que el viento formaba en la arena de la playa de Las Canteras. Arena, viento, hierro… desde temprana edad, los tres elementos esenciales de la escultura de Chirino ya estaban presentes en su memoria. En una entrevista con el escritor canario Juan Cruz, confesaba: “Me iba a la playa de Las Canteras, y me metía solo entre las dunas, me tendía al sol, y los días de viento me encantaba ver las espirales de arena. Ahí inventé aquella historia, el niño que quería mover el horizonte; yo soy el niño que quería mover el horizonte”. Y cuando leyó su discurso de ingreso en la Academia como miembro honorario de la corporación en octubre de 2014, volvía a evocar esas vivencias: “Hoy me doy cuenta de que la interpretación de toda mi obra tiene huellas reconocibles en la historia del hombre que soñó de niño que el horizonte podía moverse, y que todavía aún cree en el hermoso delirio de su sueño […]. Sentía atracción al contemplar la espuma del mar, escapándose y dibujando espirales en movimiento sobre la superficie”.

Pronto, pues, quedarían fijados los ejes rectores de su obra: el hierro plegado a fuego en la forja, y la espiral, el elemento formal más reconocible en su extensa trayectoria artística.

Inició su formación en la academia del escultor grancanario Manolo Ramos en 1944. Cuatro años más tarde se trasladó a Madrid, matriculándose en la Escuela de Bellas Artes. Después de asistir a las clases de la Escuela, completó su aprendizaje en talleres privados de forja: “Me convertí en herrero, artesano y señor del fuego […]. Ver una herramienta trabajando o un torno funcionando era lo normal para mí. Eso conforma el herrero que soy y el hombre que quiere dibujar con hierro”.

Finalizados sus estudios artísticos en 1952, viajaría a París donde conoció la obra de Julio González, que le impactó profundamente y le enfrentó a la tradición española del hierro forjado. Simultáneamente, Malévich, Mondrian, El Lissitzky y los constructivistas dejarían en el joven escultor una impronta indeleble por su manera de entender e interpretar el espacio. Al año siguiente se estableció temporalmente en Londres, asistiendo a la School of Fine Arts, una estancia que le facilitaría el conocimiento de la escultura de Barbara Hepworth o Henry Moore.

Concluido el periplo europeo de su etapa formativa, retornó en 1953 a Las Palmas de Gran Canaria, donde instaló su primer taller. Los vínculos con Manolo Millares, a quien conocía desde la adolescencia, se hicieron cada vez más fuertes, reforzados por la reivindicación compartida de la identidad canaria, una mutua aspiración europeísta y un profundo anhelo de vanguardia. Apenas dos años más tarde, en compañía de sus amigos canarios Manolo Millares, Elvireta Escobio, Manuel Padorno y Alejandro Reino, abandonaría el archipiélago para establecerse en Madrid. Casi inmediatamente entraría en contacto con el maestro Ángel Ferrant, cuyo apoyo e influencia fueron decisivos para los jóvenes escultores de la generación de Chirino.

En 1958 celebró en el Ateneo de Madrid su primera exposición individual, Los hierros de Chirino. Ese mismo año, consecuente con su inclinación hacia “el gesto informalista, que tanto me ha interesado”, se incorporó a El Paso y redactó un texto muy elocuente de su actitud como escultor, dedicado al grupo, con el sugerente título La reja y el arado.

Fue seleccionado en 1959 para ocupar con nueve esculturas una sala del pabellón español de la Bienal de São Paulo y al año siguiente participó en la exposición colectiva comisariada por el poeta Frank O’Hara en el MoMA, presentando, junto a otras tres obras, El viento, primer testimonio de la espiral, su forma más recurrente y genuina, el leitmotiv central de su escultura.

De hecho, retornando a las imágenes de su infancia en Las Canteras, la espiral sería para Chirino una evocación alegórica del viento, pero también una referencia cultural a la iconografía aborigen de las islas. Con motivo de la primera exposición temporal celebrada en 2017 en el Castillo de la Luz, sede de la Fundación que lleva su nombre, y que reunió la obra de los tres creadores canarios más influyentes del siglo XX, Domínguez, Millares y Chirino, escribió: “Pienso y escribo en espiral. Yo soy un fabulador que escribe y las espirales brotan desde dentro de mí. Son formas que cuentan la historia de mi pueblo canario y que me acompañan en mi viaje a Ítaca. Recuerdo que cuando fui a visitar las cuevas de los guanches estaban llenas de espirales que tenían que ver con las constelaciones y con el drama de la vida. Los guanches no querían relaciones con los españoles, preferían girar hacia dentro de ellos mismos. Yo casi estoy en esa actitud, vivo como un ermitaño y a mi edad me permito el lujo de decir lo que quiero”. Antes, al ingresar en 2014 en la Academia, había confesado: “La espiral apareció un día y se implantó con fuerza en toda mi obra. Hecho que persiste como muestra de la coherencia de una trayectoria marcada de principio a fin por las raíces de mis orígenes […]. Aún recuerdo el momento en que el hierro entre mis manos gira y vuelve a girar sobre sí mismo para dar origen a la espiral, que ya estaba en mi mente como alegoría del viento […]. La espiral se ha convertido en el centro de mi obra”.

Ese “ser errante, con el asombro como primer equipaje”, viajó a Grecia en 1964, dando inicio a un nuevo camino, inspirado en la tradición clásica, que condujo a la serie Mediterráneas, elaboradas con chapas de acero soldadas y pintadas al duco en intensos colores. Las investigaciones en este campo tendrían continuidad en las Ladies.
El viaje a Nueva York de 1967 fue clave para fijar las relaciones de Chirino en Estados Unidos. Pocos años más tarde, la galerista Grace Borgenicht le ofreció un contrato prologando que supondría su constante presencia expositiva en Nueva York y otras ciudades de Norteamérica, y que llevaría al escultor a residir durante largas temporadas en el estudio de la escultora Beatrice Perry en Southwood, hasta muy avanzada la década de los noventa.

Fue precisamente en la galería de Grace Borgenicht donde expuso en 1973 como novedad sus primeros Aeróvoros, una evolución del concepto de espiral, desarrollados horizontalmente, con apariencia de ingravidez, el punto final de su voluntad de diluir el peso del hierro en la liviandad del viento. Diría sobre ellos: “Y de las espirales a los Aeróvoros. Estos surgieron cuando la lección del maestro Julio González ‘dibujar en el espacio’ se hizo evidente en mi trabajo, llevándome a crear obras ligeras de peso que parecen levitar […]. Hierros en levitación, ingravidez”. Chirino mencionó en varias ocasiones la pulsión al vuelo de los Aeróvoros y su radical afinidad con el axioma de Mies van der Rohe, “menos es más”. En sus propias palabras: “‘Más es menos’ sigue siendo mi máxima. Desear que la materia adquiera una mayor levedad en la ejecución de mi escultura”; y, de un modo más rotundo, “mi obra con un mínimo de materia aspira a un máximo de espacio”.

Junto con destacados intelectuales canarios, intervino en la redacción del Manifiesto del Hierro en 1976, luego matizado en otro documento, Afrocán, plataforma de reflexión sobre los vínculos del archipiélago con las culturas de África y sobre los aspectos diferenciadores del indigenismo guanche. En ese contexto surgieron sus enigmáticos Afrocanes: “La latitud de mi archipiélago tuvo en mí una clara influencia para el trabajo del Afrocán, pieza ineludible en todo mi quehacer”.

La proyección de la obra de Martín Chirino fue reconocida con importantes premios y galardones; entre ellos, Premio del X Concorso Internazionale del Bronzetto de Padova (1975), Premio de Escultura de la Bienal Internacional de Budapest (1978), Premio Nacional de Artes Plásticas (1980), Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes (1985), Premio Canarias de Artes Plásticas (1986), Premio Nacional de Escultura de la CEOE (1989), Medalla de Honor del Círculo de Bellas Artes (1991), Premio de Artes Plásticas de la Comunidad de Madrid (2002) y Premio Tomás Francisco Prieto de la Fundación Casa de la Moneda (2004). Recibió los títulos académicos de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (2008) y por la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid (2011).

Convencido de que “estar siempre alerta es la condición del intelectual, de la persona que entiende que tiene que construir un mundo”, y consciente del compromiso social del artista –“el artista tiene un mandato: cambia el mundo, cámbialo como quieras, pero cámbialo”- aceptó la propuesta del Gobierno para recuperar el Círculo de Bellas Artes de Madrid y presidir su Junta Directiva, cargo que mantuvo desde 1982 hasta 1992. Con la misma responsabilidad, desempeñó un papel muy activo en la creación del Centro Atlántico de Arte Moderno en Las Palmas de Gran Canaria, inaugurado en 1989, espacio de vanguardia del que fue director desde ese año hasta 2003.

Con sede en el Castillo de la Luz de su barrio natal de la Isleta, se creó en 2015 la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, “una escultura arquitectónica para ser habitada”.

Pendiente de la Fundación y buscando refugio en su taller, pasó sus últimos años, sin dejar de interrogarse e intentando inquirir respuestas imposibles.“Casi toda mi vida va acompañada de una pregunta: y cuando todo esto acabe, ¿qué quedará, cómo será?”. Finalmente, intuyó la única vía posible: “Hay un momento en que todo desaparece, pero el camino se acepta con mucha naturalidad. He sido un hombre tranquilo. Sigo así. Quiero que el acabar sea armónico”.  

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