Academia

Luis Feito, en la memoria

4 de julio de 2021

  Luis era amigo mío y lo fue hasta el final. Antonio Cátedra lo sabía y pensó que a él le gustaría que yo hiciese estalaudatio y no me he podido negar. Para muchos pintores la música es parte de su vida y les acompaña en su trabajo. A mí, desde las paredes de mi casa en la montaña alicantina, tres pequeños Feito me dan la bienvenida. Los saludo al llegar y me acompañan durante toda mi estancia, a 18 kilómetros del mar, rodeado de montañas, olivos, granados, higueras… un paisaje parecido al que Luis vivió y amó.

“Yo he vivido en una situación de permanente conflicto interior, de tensiones: cielo e infierno, luz y tiniebla, negro y blanco. Para mí, eso es la vida. Mi trabajo es la consecuencia de esas tensiones internas”.

Pensar eso a sus ochenta y ocho años, vivir con esa fuerza y con ese amor la pintura, es testimonio de una vida entregada con pasión a sus ideales. Nacido en Madrid en 1929, Luis ingresó en la Escuela de Bellas Artes en 1950. Antes, como explicó en su discurso de ingreso en la Academia de San Fernando: “En aquella primera época entré a la pintura como se entra en religión. Yo salía de una experiencia intensamente espiritual, debido a una vocación religiosa y por ello pasé sin trauma de una fe a otra fe, ambas de carácter absoluto. No con la beatitud de un don caído del cielo, sino con una fe que siempre fue duda, una fe que hay que alimentar cada día porque la vida va a intentar a cada paso quitárnosla, alejarte de ella, apearte de Rocinante… Siempre pensé que yo no vivía para pintar, sino que pintaba porque vivía”. Creo que la gente que ha vivido esas experiencias religiosas ha quedado marcada de alguna forma. En el caso de Luis Feito fue una marca positiva.

En la Escuela de Bellas Artes rompió amarras para entrar en una vida que él buscaba desde el inicio de su vocación y en la que ya no encontraría barreras. Su fuerza venía del interior y la pintura se convirtió en su mundo. Fuerza que le acompañó toda su vida. En esa época de su primera juventud, España no se había recuperado de los catastróficos resultados de la guerra incivil, en un ambiente hosco y cerrado a las nuevas tendencias que se abrían en Europa y en Estados Unidos. Feito supo aprovechar y desarrollar su creatividad en la Escuela de Bellas Artes donde aprendió el oficio de la pintura, el dominio del dibujo y el color, que juzgaba indispensables para conseguir su libertad artística. Afirmó que su paso por la Escuela y la enseñanza academicista resultaron claves en su formación personal:

“Para mí empieza todo en la Escuela de Bellas artes. Era un sitio donde había de todo. Desde las niñas que iban allí en vez de estar en su casa bordando, hasta un núcleo de gente seria, unos ocho o nueve, entre los que me incluyo, para los que aquello era fundamental. En mi curso estaban Martín Chirino, Julio López Hernández, Lucio Muñoz, Carmen Laffón, Miguel Rodríguez-Acosta, César Montaña… Fue un curso verdaderamente excepcional”.

Feito, que en la Escuela había pasado por la figuración, se acercó al cubismo de la mano de Daniel Vázquez Díaz, quien tuvo una actitud muy generosa hacia él. A partir de ese acercamiento evolucionó hacia la abstracción, un compromiso estético que le acompañaría toda su vida.

En esta época de los 50, llegó a la conclusión de que necesitaba ir a París, donde se instaló, y desarrollar lo que en su juventud suponía un alejamiento de la figuración, por entonces muy poco comprendido en España. Antes hizo su primera exposición individual en la galería Buchholz con obra de tendencia no figurativa. Ya en París, donde llegó con la ayuda del Ministerio de Educación Nacional de España y del Gobierno francés, Luis se puso en contacto con el galerista Jean-Robert Arnaud con el que mantuvo una relación profesional de muy larga duración. Arnaud le presentó a los pintores que encabezaban la vanguardia francesa en aquellos momentos. También dirigía Arnaud la revista Cimaise. Revue de l’Art Actuel. Allí Feito conoció a Pierre Restany y a Michel Ragon, dos conocidos críticos de arte que lo admiraron y se refirieron a su obra en muchas ocasiones con el máximo respeto. Feito guardó un sentimiento de gratitud hacia Arnaud, a cuya galería perteneció con carácter exclusivo durante muchos años. Esta estancia en París le aportó una libertad creativa que lo acompañó a lo largo de su vida, enriquecida en cada etapa por esa curiosidad inherente a su personalidad, que nunca le abandonó. Supo soslayar modas y tendencias y enriqueció su pintura con un discurso personal, una realidad exigente que excluía de su mundo conceptos espurios. Pintó su verdad, lo que vio, lo que sintió.

La pintura de Luis Feito no conocerá el rigor mortis, y no lo conocerá porque pasado el tiempo la contemplación de sus cuadros nos devuelvesine die la vida que los engendró. “En mi pintura no hay verdaderos cortes, sino sólo una constante evolución, la investigación en el arte no me interesa en absoluto”. Radical y apasionado, declaró que llegaban momentos en los que el material disponible no le servía; le sucedió cuando dejó el óleo, le pasó en esos cambios matéricos, pero él no lo consideraba una ruptura con el estado precedente, sino como una búsqueda más, que hasta el final formó parte de su curiosidad apasionada.

Volvemos a París, a una conversación que tuvieron Saura y él en el café La Rotonde en el boulevard de Saint-Germain-des-Prés. Allí apareció la idea que cuajaría más tarde en la fundación de El Paso. De acuerdo con los datos de Óscar Muñoz Sánchez y de Luis Zueco Jiménez, 1956 fue un año clave, un año bisagra en la evolución de la pintura de Feito. En su transcurso, fue otorgando un creciente protagonismo a la mancha y a la textura en detrimento de los grafismos y estructuras lineales que habían protagonizado sus abstracciones desde 1952-53. La formación del grupo El Paso, del cual Luis Feito fue uno de los fundadores, junto a los también pintores Antonio Saura, Manolo Millares y Rafael Canogar, y los escritores Manuel Conde y José Ayllón tuvo lugar en 1957. Posteriormente se les unieron otros pintores y escultores como Martín Chirino, Manuel Rivera, Manuel Viola, Pablo Serrano y la pintora Juana Francés. El objetivo era poner en el marco internacional la pintura contemporánea española que contaba con brillantes antecedentes. Preguntado Luis Feito si El Paso cumplió con la misión que se habían impuesto, contestó: “Sí, porque se ha hablado de nosotros mucho, se hicieron exposiciones, los periodistas especializados publicaron artículos y eso era el fin. El fin de que en el ambiente de España se dieran cuenta de que había artistas que estaban haciendo otra cosa”.

Feito reconoció la labor fundamental que tuvo Luis González Robles en su apoyo al arte español, a la vanguardia en general, con especial atención a los pintores jóvenes. No todos entendieron la importante labor de González Robles para asombrar al mundo con la potencia artística de España.

En 1959 la Galerie Arnaud publicó un ensayo de Pierre Restany con el título Feito: el lirismo castellano y la tradición mística: “Más allá de las actitudes de la cortesía exigidas en fachadas sonrientes, se derrama la soledad profunda de un alma altiva, ávida de absoluto y que a través de la pintura prosigue su intransigente búsqueda. Una soledad ontológica que el pintor castellano acepta y asume como la primera etapa de una ascesis mística. En Feito se encuentra esta mezcla de grandeza y de simplicidad que es el fondo del labriego español, uno de los caracteres más constantes en la raza española”. Leyendo esta aguda visión de Restany, me vienen al pensamiento dos nombres que tienen en común a san Juan de la Cruz: Federico Mompou y Luis Feito.

Para Feito, san Juan de la Cruz fue el poeta que antepuso a todos: “La noche sosegada / en par de los levantes de la aurora / la música callada / la soledad sonora”. Son versos de las imprescindibles Canciones del alma.

Federico Mompou escribió una de sus últimas obras para piano bajo el título Música callada, imposible decir más con tan pocas notas. Como san Juan de la Cruz, Mompou desnuda el texto y nos obliga a escuchar con los ojos del alma. Luis Feito obliga a ver otra realidad expresada en su lenguaje y que me deja pensativo cuando Restany se refiere a la soledad ontológica que asume como camino a la ascesis, y pone al mismo nivel la mezcla de la grandeza y la simplicidad del labriego español. Todo mi respeto hacia los labriegos españoles que, efectivamente, tienen valores cada día más difíciles de compaginar con la evolución de la sociedad. El español para mí, alcanza su grandeza en la tragedia, ante el caos crece y es capaz de cualquier sacrificio por los demás. Otra cosa es disfrutar del éxito de sus compatriotas, crear una admiración sincera y respetuosa ante esos personajes que nos representan. Al español le cuesta un esfuerzo reconocer y enorgullecerse del éxito de un compatriota. Así, Luis Feito tuvo sus primeras condecoraciones importantes fuera de su país, la de Oficial y después Comendador de las Artes y las Letras, que en Francia gozan del máximo respeto. Es cierto, no obstante, que tuvo innumerables exposiciones en prestigiosas galerías, universidades, museos y gozó del reconocimiento de la crítica autorizada que, contrariamente a lo que acabo de decir, siempre supo reconocer la importancia de Luis Feito en la historia de la pintura española del siglo XX.

En 1962 viajó a Japón en compañía de John-Franklin Koenig para sendas exposiciones en la Tokyo Gallery. En aquel viaje visitó Angkor en Camboya y voló a Filipinas para encontrarse con su amigo Fernando Zóbel. Este periplo fue crucial para Feito, quien contaba en una entrevista: “El paso del blanco y negro al rojo y negro fue a raíz de la cuestión oriental […], desde que tuve la ocasión de conocerla me fascinó la pintura oriental, la de China, la de Japón, la de la India, más en su concepción que en su iconografía. Su preocupación es pintar lo sagrado, lo mágico, la esencia de la naturaleza. En sus obras los artistas orientales no buscan la mera representación, sino la presencia del tema que se proponían. Un oriental no pinta una manzana, sino la esencia, el alma de la manzana”.

Después de esta etapa de su vida, tan llena de acontecimientos profesionales, viajó a Canadá. Llegó a Montreal, donde residiría durante dos años. En ese tiempo tuvo una vida plena y un notable reconocimiento. “Fui a Canadá por su maravillosa geografía y cuando en Quebec empezaron con su disparate independentista, los ingleses que tenían todo el comercio, los hoteles, el lujo, todos se fueron a Toronto y Toronto que era un poblacho se hizo una gran ciudad y Montreal se quedó en nada”. Más adelante concluye, “sentí que empezaba de cero, fue hacer tabula rasa y empezar de nuevo”. En Montreal Luis no firmó con ninguna galería canadiense. La experiencia de París le había apartado de esa necesidad. En 1963 expuso por primera vez en Montreal y repitió los siguientes años. Conoció al galerista Gilles Corbeil que le proporcionó contactos, y uno en particular muy importante: el contrato para una escultura monumental de acero que está colocada en la plaza de la Ópera.

En 1983 se trasladó a Nueva York, donde residiría y trabajaría el resto de la década de los 80. Tuvo la misma vida de fructífero trabajo y brillantes exposiciones, también visitas al Metropolitan. Y empezó a plantearse el ritorno in patria. De su estancia norteamericana, el mejor recuerdo fueron sus escapadas al oeste. Arizona le fascinaba como le fascinó la India, a pesar de sus enormes diferencias, porque en ambos casos le proporcionaron una notable fuente de energía.

Madrid le recibió con honores, la Academia le abrió con alegría sus puertas. Su presencia desde hace ya un tiempo nos ha faltado. Le hemos echado de menos en las últimas sesiones. Hoy, mirando una foto con Antonio Cátedra, recordé que Luis le había hecho firmar, junto a él, los enormes cuadros que hizo para Santa María del Paular en Rascafría, cuadros que fueron encargados por Patrimonio Nacional. Gracias, querido Antonio, por interpretar el deseo de Luis –al que has ayudado toda una vida-.

Requiescat in pace.

Joaquín Soriano  

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