Hijo y nieto de orfebres, Julio López inició su formación en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid. Entre 1949 y 1954 estudió en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde entabló estrechas relaciones de amistad con Lucio Muñoz y Antonio López. Tras obtener la beca Carmen del Río de la Academia, sus primeras incursiones en el campo de la imaginería religiosa fueron pronto abandonadas por la seducción que le produjo la escultura de Donatello y los artistas de la nueva figuración, como Henry Moore, Marino Marini y Arturo Martini, evolucionando hacia una estética realista ajena al formalismo académico y a los abstractos coetáneos de su generación.
A mediados de la década de 1950 su propuesta estética buscaría la conciliación entre la tradición clasicista y la modernidad, mediante el recurso del vacío activo. En ese momento comienza también su singular trayectoria en el arte de la medalla, del que llegaría a ser un consumado maestro, participando en numerosas exposiciones, como la internacional de la medalla religiosa contemporánea en Roma, la celebrada en el Gemeentemuseum de La Haya y posteriormente en Madrid, París, Montecasino o Cracovia.
En 1958 es becado por el Instituto Francés y por la Fundación Juan March, viajando por Francia e Italia, y en 1969 ingresará como profesor de modelado en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid. Realiza numerosas exposiciones individuales y representa a España en muestras internacionales como la XXI Bienal del Premio Fiorino (Florencia, 1973), la Bienal Internacional de la Pequeña Escultura de Budapest (1975) o la Exposición Iberoamericana de Arte Moderno de Portugal (1987).
Julio López fue uno de los miembros más destacados del Grupo Realista de Madrid, los “siete magníficos”, del que también formaron parte su mujer, la pintora Esperanza Parada, su hermano Francisco López y la mujer de éste, Isabel Quintanilla, así como sus entrañables amigos Antonio López, María Moreno y Amalia Avia.
La tensión emocional del realismo de Julio López se nutre de lo cotidiano, y específicamente del intimismo familiar de su ambiente doméstico. Sin embargo, sus alusiones trascienden la mera apariencia para generar situaciones ambiguas, entornos cuya existencia es sólo virtual, presencias intuidas en la ausencia… y al mismo tiempo, se manifiesta como el escultor de lo sencillo. Lo que da verdadera dimensión artística al realismo de Julio López es su alcance significativo, el poder de la metáfora y la dimensión poética de todas sus creaciones. A partir de 1975, aunque mantiene su peculiar estilo hiperrealista, divide las figuras en fragmentos, jugando con el vacío, lo fracturado o lo incompleto.
Entre otros reconocimientos, obtuvo en 1975 el Premio Nacional de Medallas Tomás Francisco Prieto de la Fábrica de Moneda y Timbre, en 1982 el Premio Nacional de Artes Plásticas –dos años después de su importante exposición antológica en el Palacio de Cristal de Madrid- y en 1984 el premio especial del concurso internacional de escultura KotaroTakamura Grand Prix, del Hakone Open Air Museum de Japón.
Ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1988. Su discurso de ingreso, contestado por el historiador Juan José Martín González, versó sobre esa especialidad que constituye una de las referencias esenciales de su producción artística: La medalla, territorio de lectura. Julio López tuvo una participación muy activa en la Academia y ha sido uno de sus protagonistas más destacados en las últimas décadas. Representó a la Academia en el Patronato del Museo Nacional del Prado en 1993 y en 1999. Pero su huella más intensa y perdurable ha quedado en el territorio académico que sentía como propio, el Taller de Vaciados y Reproducciones Artísticas, del que fue académico delegado entre 2009 y la fecha de su fallecimiento.
Su obra pervive en numerosos museos y espacios públicos, pero sobre todo en el estudio del escultor, constantemente recordado por sus amigos escritores y fotógrafos: “Las visitas a su estudió –ha escrito Andrés Trapiello-, una casita de dos plantas en un barrio menestral de Madrid, resultaban siempre fascinantes. Durante medio siglo la fue llenando de todas sus criaturas, que se agolpaban en sus cuartos angostos como en la sala de espera de una estación de tren de hace cien años. Todas sus obras tienen una impronta poética”.
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