La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando ha concedido la Medalla de Honor 2017 al Teatro Real, cuya candidatura fue presentada por el compositor Tomás Marco, el director de cine Manuel Gutiérrez Aragón y el historiador y crítico de arte Francisco Calvo Serraller. En el acto de entrega de la Medalla de Honor, la laudatio fue leída por el primero de los tres académicos mencionados.
Este galardón, instituido por la Academia en 1943 con carácter anual, se concede a una persona o entidad española o extranjera que se haya distinguido de modo sobresaliente en el estudio, promoción o difusión de las artes, en la creación artística, o en la protección del patrimonio histórico, natural y cultural.
La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando ha destacado la posición del Teatro Real como primera institución cultural española en el ámbito de las artes escénicas y musicales, y su proyecto artístico, que ofrece una rica y variada programación, donde conviven obras clásicas del repertorio lírico, grandes óperas inéditas en su escenario, estrenos mundiales de nuevas creaciones y propuestas de vanguardia.
Asimismo, ha valorado la alta calidad de su producción artística, que le convierte en referente de teatros de ópera a nivel nacional e internacional, y la intensa labor de producción y difusión de la cultura, esforzándose en llegar al mayor número de personas, especialmente jóvenes y niños, pero también desarrollando un programa social con el objetivo de impulsar la integración de colectivos desfavorecidos a través de la música. En coherencia con su estrategia de apertura, incorpora las nuevas tecnologías, suscribe acuerdos con entidades culturales de todo el mundo y es sede de conciertos que cubren una amplísima gama de géneros y repertorios musicales.
El Teatro Real se encuentra inmerso en la celebración del 200 aniversario de su fundación y el 20 aniversario de su reapertura. Con la concesión de su Medalla de Honor del año 2017, la Real Academia se suma a los reconocimientos al Teatro Real y a la conmemoración de su doble efeméride.
Majestades, autoridades, señores académicos:
La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando me ha encomendado la laudatio para la entrega de la Medalla de Honor que anualmente concede la institución y que en este 2017 ha sido otorgada al Teatro Real. Tarea que asumo con tanta alegría como responsabilidad esperando estar a la altura de tan importantes circunstancias.
La Medalla de Honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, según el artículo 154 de nuestro Reglamento, se concede cada año “a una persona o institución, española o extranjera, que se haya distinguido de modo sobresaliente en el estudio, promoción o difusión de las Artes, en la creación artística, en la protección del Patrimonio Histórico, Natural y Cultural, o haya prestado extraordinarios servicios a la corporación”.
Tras el proceso de elección que marca el mismo Reglamento, este año la medalla ha sido concedida al Teatro Real.
En la historia de la Medalla de Honor se inscriben numerosas instituciones que sin duda tuvieron y tienen méritos más que suficientes para obtenerla, pero no cabe duda que el Teatro Real no cede en importancia a ninguna de ellas y que es una institución plenamente merecedora de tal galardón.
En este año, el Teatro Real está además celebrando varios importantes aniversarios. Por un lado, se conmemoran los 200 años de los primeros pasos dados para su constitución. Es cierto que la existencia física y artística de la institución y del teatro parten de la representación de La Favorita de Gaetano Donizetti el 19 de noviembre de 1850, día de la onomástica de la reina Isabel II que había ordenado la finalización de las obras en un plazo de seis meses, término que hoy nos parece milagroso pero que se cumplió. Pero no es menos cierto que su padre, el rey Fernando VII, había ordenado la construcción del nuevo teatro, tras la demolición del antiguo de Los Caños del Peral, y había puesto la primera piedra el 23 de abril de 1818, con lo que efectivamente la conmemoración del 200 aniversario no es una utopía. Pero la eterna escasez de fondos hizo que las obras sobre el proyecto de Antonio López Aguado se pararan y sólo se reanudaran en 1830 con una desesperante intermitencia que sólo la decisión de Isabel II cortó.
Desde 1850, el Teatro Real fue cumpliendo una gran tarea musical que, con sus altibajos, sus problemas y sus polémicas, le colocaron entre los grandes coliseos líricos del mundo hasta que abruptamente cesó su actividad en 1925. Y digo abruptamente porque se anunció que se necesitaban unos meses para consolidar en los cimientos el paso de un río, los famosos caños del peral, y se reabriría a continuación. Vana esperanza y pretexto que más tarde se revelaría falso pues la solidez de la obra inicial del Real ha sido capaz de resistir toda prueba. Tres cuartos de siglo habrían de pasar para recuperar una institución tan importante.
Entre tanto, la mole cerrada del teatro se convirtió en una especie de mito, en un deseo que casi no se esperaba cumplir. Recuerdo que cuando era niño y después también en mi juventud se decía con asombro que en la torre escénica del Real admitiría dentro de su espacio el edificio de la telefónica que por entonces no sólo era la construcción más alta de Madrid sino una especia de non plus ultra de la altura arquitectónica. Así de ingenuos éramos.
El edificio, presuntamente arruinado por el río, sobrevivió al cierre, a la Guerra Civil, a la explosión de un depósito de municiones, y a la orden increíble de inutilizarlo como teatro de ópera, aunque se convirtiera en sala de conciertos en 1966 y el autor del proyecto, José Manuel González Valcárcel, incumplió el disparate ordenado con un recurso como el de Potemkin con Catalina la Grande, con falsos muros que daban la impresión de que el espacio escénico ya no existía. Afortunadamente no era así.
Recuerdo que a principios de los años 80, ocupándome entonces de la gerencia de la Orquesta Nacional de España, en el despacho redondo que ocupaba en el Real había una puertecita cuya llave me dio reservadamente González Valcárcel. Desde allí se entraba a un impresionante vano, una especie de enorme catedral en penumbra, el antiguo escenario en el que cabía no sólo la telefónica sino mucho más. Vacío, enorme, donde bandadas de palomas habían anidado y donde, jugándose la vida en la casi oscuridad, se podía descender hasta donde se oía el famoso río que no se había desviado ni en 1925 ni después porque no hacía falta.
El propio González Valcárcel se encargó de la remodelación del teatro y tras su muerte, ocurrida a pie de obra, lo acabó Francisco Rodríguez de Partearroyo. Finalmente, el 11 de octubre de 1997, y con la presencia de los Reyes de España que hoy nos acompañan y presiden, se inauguró la nueva etapa del Real como Teatro de Ópera.
Pero está claro que el Real no es solamente un edificio donde se representa ópera. Debe ser y es una institución cultural de primer orden. Desde el principio había que responder al reto de recuperar 73 años de no funcionamiento que habían sido suplidos por la labor, a menudo heroica e incluso en detrimento de sus funciones propias, del Teatro de la Zarzuela. Había que recuperar títulos y voces y también mirar hacia delante y adentrase en el siglo XX y XXI. Había que crear un instrumento de cultura cuyo potencial era enorme.
El cierre del Real había coincidido con un gran esplendor de las voces líricas españolas. Algunas de ellas no pudieron ser recuperadas para la escena, pero recibieron homenajes como es el caso de Montserrat Caballé, Alfredo Kraus o Teresa Berganza, esta última compañera nuestra en la Academia y actual Presidenta de la Asociación de Amigos del Teatro Real. Y los que están en activo, capitaneados por Plácido Domingo, actúan con regularidad en este coliseo.
Desde el punto de vista del repertorio, se ha hecho una importante apuesta por recuperar autores y títulos del repertorio moderno universal que no se conocían entre nosotros. Así el esfuerzo realizado en torno a operistas fundamentales como Janaceck o Britten y la presencia de otros muchos como Shostakovich, Prokofiev, Krenek, Korngold, Schönberg Dallapiccola, Ginastera o Henze, sin olvidar estrenos en España de otros de la actualidad como Rihm, Glass, Catán o Wuorinen. Todo ello sin necesidad de descuidar el fondo del repertorio consolidado por lo siglos.
Particularmente sensible es, y en el pasado fue un problema, el repertorio español. De él se han recuperado óperas históricas de Hidalgo, Chapí, Bretón o Albéniz y, en versión concierto, Carnicer y Arrieta. Pero además se han estrenado óperas de Antón García Abril, Cristóbal Halffter y Luis de Pablo, los tres miembros de esta Academia, Xavier Monsalvatge, Leonardo Balada, José María Sánchez Verdú, Mauricio Sotelo, Pilar Jurado y Elena Mendoza.
El Teatro Real ha conocido durante estos últimos veinte años varios responsables artísticos. Cada uno de ellos capaz de imprimir su propio sello, pero todos respondiendo a una tarea que es ingente y a través de los años y que todos han asumido. Particularmente importante es que, a partir de 2007, el Teatro ha alcanzado una independencia y estabilidad respecto a los poderes públicos. Sigue siendo, y ello debe ser así, una Fundación pública, pero con una gestión independiente y profesional no dependiente de los ciclos electorales.
El Teatro Real ha realizado una enorme labor cultural con el público para ser tanto un foco de creación cultural viva como de alto entretenimiento cultural. También se ha dirigido a nuevos sectores de espectadores y lleva una amplia política de acercamiento al público infantil y juvenil. Todo ello es lo que le hace ser no sólo un teatro lírico sino una institución cultural capaz de insertarse en su sociedad y transformarla. Tanto es así que el Barómetro de la Cultura de 2016, que elabora la Fundación Contemporánea, coloca al Teatro Real como tercera institución cultural española inmediatamente después del Museo del Prado y del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Es además la primera en el ámbito de las artes escénicas y musicales.
A los doscientos años de su primera fundación y veinte de su reapertura, el Teatro Real ha realizado una importantísima labor cultural para España. Sin duda alguna le queda muchísimo más por hacer. Por eso hay que desearle una larguísima vida que le permita cumplir todas sus expectativas, retos y logros. Veinte años, como dice una conocida canción popular, no es nada. Y en la perspectiva de una institución de esta naturaleza resulta cierto. Pero lo hecho en estos veinte es mucho. Por eso, esta Real Academia de Bellas Artes de San Fernando se honra en concederle esta Medalla de Honor.
Tomás Marco Aragón