Academia

En memoria de
Teresa Berganza

7 de noviembre de 2022

Una de las más grandes cantantes de ópera, la mezzosoprano Teresa Berganza (Madrid, 1933 –San Lorenzo del Escorial, 2022) recibió el emotivo recuerdo de la Academia en la voz de su Director, Tomás Marco, acompañado de interpretaciones musicales a cargo de Cecilia Lavilla (soprano), Miguel Trápaga (guitarra) y Aarón Ribas (órgano).

El 5 de marzo de 1995 esta Real Academia vivía un acontecimiento histórico ya que se cumplía el ingreso de un nuevo académico numerario de la Corporación y a que la incorporación de nuevas personalidades al seno de la Academia es de por sí historia de la entidad, pero también historia viva de nuestra cultura. En esta ocasión, el significado del hecho era todavía mayor puesto que ingresaba una académica, la primera de número de una institución centenaria que, aunque ya había tenido, y tenía, académicas correspondientes y honorarias, no había conocido todavía académicas numerarias. Esa puerta se abría desde la Sección de Música y por ella entraba solemnemente alguien tan incontrovertible como Teresa Berganza.

En ocasión de su discurso de investidura, me correspondió contestarla en nombre de la Academia y ahora que se nos ha ido a poner orden y afinación entre los coros angélicos me corresponde también pronunciar este elogio postrero que no es una despedida ni un cierre, sino un recuerdo del puesto prominente que le corresponderá siempre en la historia de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Y lo hago con la honra que así me otorga el recuerdo de la académica, de la artista, de la persona y de la amiga.

Teresa Berganza Vargas, una de la voces más universales y hermosas de todos los tiempos, era madrileña y en Madrid había visto la luz en 1933. Música de corazón y esencia, se formó en el Conservatorio Superior de Madrid convirtiéndose en una profesional integral que no sólo dominaba la voz de una manera excepcional, sino que cursó con profundidad la carrera de piano. En el Conservatorio obtuvo el Primer Premio de Canto y solo un año después iniciaba en 1955 su carrera como gran cantante. Sus dotes excepcionales y su sabiduría artística la llevaron a los mejores escenarios del mundo con suma rapidez y ya en 1957 triunfaba en el Festival de Aix-en-Provence en el papel de Dorabella del mozartiano Cosí fan tutte que sería siempre uno de sus papeles míticos. Surgía entonces la mezzosoprano excepcional que iba a llenar absolutamente esa especialidad en las siguientes décadas. Ese mismo año se presentaba en un escenario tan significativo como el Teatro alla Scala de Milán y en 1958 en el prestigioso Festival de Glydenbourne que la llevaría en volandas hasta el Covent Garden donde asombró con esa Rosina de Il barbiere di Seviglia de Rossini, que será también otro de sus permanentes papeles estelares durante muchos años. Se multiplicaron las actuaciones en los grandes teatros de toda Europa y se produjo el salto a América donde la Metropolitan Opera House le abrió sus puertas en 1967, pero ya tres años antes Nueva York se había puesto a sus pies con un mítico recital en el Carnegie Hall.

He mencionado el recital de Nueva York porque, aunque era una gran diva de la ópera, Teresa siempre estimaba que la música más honda y cercana es la que se produce en recital y nunca dejó de acercarse a esta especialidad ni en sus primeros tiempos ni en los más apretados de su quehacer operístico ni tampoco cuando al final de su carrera brillantísima decidió no continuar con los escenarios operísticos, pero sí con el recital.

No todo gran cantante puede triunfar en el recital porque ésta es una especialidad reservada no sólo a grandes voces sino, sobre todo a grandes músicos. Teresa era una música excepcional y su técnica y sensibilidad demostraban a diario que, si en el teatro no tenía rival posible en los papeles que ella asumía, en el recital dejaba ver la inmensidad de su categoría musical. Realizó grandes veladas con su esposo, el pianista Félix Lavilla, uno de los más sabios y sensibles pianistas acompañantes que han existido, y juntos indagaron en los repertorios, en muchas ocasiones también en el español, que ella realizaba de una manera absolutamente inimitable.

Con Félix Lavilla tuvo también a sus tres hijos, Teresa, Javier y Cecilia y su papel con ellos no tiene nada que ver con el tópico del artista triunfador alejado de la familia. Teresa como cantante fue persona y también lo fue como madre, y después abuela, un ser afectivo y entrañable.

Su carrera fue excepcional en los teatros y en el mundo del recital, su personalidad única e inimitable. No hace falta enumerar todas sus actuaciones porque harían el catálogo más largo del que muestra Leporello en Don Giovanni, pero sí mencionaremos que en muchos momentos se le hizo justicia con distinciones de todo tipo. que sin duda merecía. Entre las españolas cabe citar la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 1982, el Premio Nacional de Música en 1996 o la Cruz de Alfonso X el Sabio en 2013. Otras distinciones y galardones españoles citables fueron el Premio Príncipe de Asturias de las Artes de 1991, en esa ocasión, una especie de premio colectivo a la grandeza de las voces españolas, la Medalla de Oro de Madrid en 1996, la Medalla de Honor del Festival Internacional de Música y Danza de Granada en 2000, la Medalla de Oro del Conservatorio de Madrid en 2003, año en el que fue investida por la Universidad Complutense de Madrid con el doctorado Honoris Causa que también le otorgaría la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en 2010 y la Universidad de Alcalá en 2013. Además, la Medalla Internacional de las Artes de la Comunidad de Madrid en 2006.

No le faltaron los reconocimientos extranjeros. Citemos, entre otros, la Medalla de la Ville de Laval en 1985, la de la Ville de Aix-en-Provence en 1988 y en 2008, la de la Ville de Toulouse en 1989, la de la ciudad de Gorizia en 2002, Académica de Honor de la Academia Argentina de la Música y Danza en 2008, Medalla de Oro de la Ville de Nantes, Miembro de la Orden de las Artes y las Letras de la República Francesa en 2012, año en el que también fue distinguida en Francia con la Legión de Honor.

Teresa Berganza siempre supo dar al máximo su arte y si algo le horrorizaba era ver a cantantes en decadencia que arrastraban su carrera más allá de lo que sus facultades les permitían solamente por el nombre que se habían labrado, pero al que ya no podían hacer justicia. Participó activamente en los importantes acontecimientos de España en 1992, tanto en la Exposición Universal de Sevilla como en la Olimpiada de Barcelona. En todos los escenarios dejó momentos inolvidables e incluso en el cine donde su Zerlina del Don Giovanni de Joseph Losey sigue siendo un ejemplo de la mejor lírica teatral. A partir de 2008 decidió dejar los escenarios operísticos, pero continuó con los recitales y dejó constancia de su valía como profesora en numerosos cursos y sucediendo a Alfredo Kraus en la Escuela Reina Sofía donde, por cierto, retornando a los galardones, también obtuvo el Premio Internacional Yehudi Menuhin.

A su discurso de entrada en esta Academia, Teresa le dio el título de Mi universo musical, exponiendo vivencias que le habían llevado por el duro pero también brillante camino de la música. Inició su intervención con un recuerdo al académico que la antecedió en la medalla, el gran arpista donostiarra Nicanor Zabaleta. Inmediatamente tuvo un recuerdo especial para sus propios padres a los que evocó en el hogar inicial del número 13 de la calle de San Isidro. Sentía una gran devoción por ellos y siempre dijo que a su padre debía el amor por el arte mientras que de su madre había heredado el carácter. A él atribuía su interés por el piano y su iniciación muy niña a los conciertos en el Retiro de la Banda Municipal de Madrid o las visitas al Museo del Prado.

Teresa había llegado a la conclusión de que la música era un viaje al espíritu a través de los sonidos y con esa convicción asumió su formación musical primero y su desempeño profesional después. Para ella, y así lo afirmó en su discurso, el más hermoso ejercicio era enseñar a escuchar porque son pocos los que están en condición de escuchar y así poder juzgar con equidad. Por eso hay que educar el oído desde la infancia. En eso creía y así actuaba. A través de sus palabras de ingreso, Teresa Berganza hizo un sucinto recuento de sus principales papeles en la ópera y, curiosamente, no empezó con lo que había hecho sino precisamente con aquello que le hubiera gustado hacer y no había abordado, y así supimos con cierta sorpresa que su asignatura pendiente había sido el haber podido despedir a la Euridice de Gluck, que para ella era el final soñado para una mezzosoprano.

Consideraba que la ópera subraya, reviste y adorna la acción teatral que acomoda su dinámica a los ritmos impuestos por la creatividad del compositor. Y la aportación individual se refuerza, al caer el telón, con la conciencia de que se ha compartido un inmenso trabajo.

Repasando sus papeles, Teresa recordaba como Händel impuso la suprema autoridad del canto, situando la voz en pleno desafío con los elementos no vocales. Y por ello estaba feliz de haber podido encarnar papeles en algunas obras del maestro, singularmente en Alcina y Rinaldo. Y tenía un recuerdo especial para Mozart en cuya música veía por igual el desaliento y el dolor humano como su libertad y sus transgresiones evocando la Dorabella de Così fan tutte. Igualmente, el Cherubino de Las bodas de Fígaro del que hacía una creación única o el de Sesto de La clemenza di Tito donde veía un pálpito de sentimientos desbordados hacia el dramático final. Sabía que había conseguido un hito con su Zerlina cinematográfica del Don Giovanni por haber cambiado una tradición operística que hacía del personaje de una campesina ingenua e incluso estúpida, un personaje maduro y sabio.

Recordó como había dado vida a la Neris de la Medea de Cherubini junto, y son sus palabras, “a ese monstruo sagrado que se llamó María Callas, de la que guardo un tiernísimo recuerdo”. Luego recordaba su Octavia de L´incoronazione di Popea de Monteverdi, su Dido de Dido y Eneas de Purcell o la Orontea de la ópera del mismo nombre original de Antonio Cesti.

Llegada a este punto, Teresa afirmó: “De Mozart a Rossini tendí un arco…”, y proclamó su orgullo de ser abanderada del llamado Cisne de Pesaro de quien afirmaba que era capaz de poner al cantante la escala musical como la barra de un trapecio desde el que podía volar hasta la gloria o precipitarse en los infiernos si la técnica y la línea de canto no respondían, ya que el propio Rossini se encargó de retirar la red. Lola Rodríguez de Aragón, su maestra, le había dicho: “El día que cantes bien el duetto de El barbero de Sevilla podrás cantar los rossinis más difíciles”. Teresa pasó seis meses desbrozándolo y así fue la Rosina por excelencia pero también la Angelica de La Cenerentola, o la poliédrica y exigente Isabella de L´italiana in Algeri. También el Isoliero de Il Conte Ory.

Pero no todo fue perfección de lo italiano en Teresa. También estaba lo excelso en el repertorio francés donde nadie podía imitarla asumiendo la Concepción de L´Heure espagnole de Ravel, además papeles de Massenet, como la Charlotte de Werther o la Dulcinée de Don Quixote. Y faltaría añadir la cúspide de ese capítulo francés, su inimitable Carmen de Bizet de la que dijo que se apoderó de su alma como un ángel-demonio, un arquetipo misterioso y obsesivo que toda gran cantante había tratado de desentrañar y a la que ella quiso dotar de una categoría estética que muchas de sus antecesoras le habían negado: esencialmente gitana y radicalmente española. Y Teresa añadía con gracia: “No debe ser en vano que de segundo apellido me llamo Vargas”.

Al hablar de sus personajes, Teresa afirmaba que en la ópera la mirada y el oído del espectador se dispersan entre la complejidad vocal y visual de la representación, el montaje escénico, el coro y toda clase de estímulos. Por ello consideraba que el recital era la prueba del fuego a la que el cantante se sometía, como inmolación gloriosa, para salir purificado. En el recital el cantante está en la soledad más absoluta frente a un público que concentra ojos y oídos en una sola persona y cuya sentencia legitima o deslegitima la verdad del canto. Y subrayaba que no se estaba refiriendo a un recital de arias de ópera sino a la canción o al Lied, aunque pudiera incluir algún aria significativa en los bises. En el recital el cantante se desdobla en tantos personajes y situaciones como canciones interprete. Es un microcosmos lírico. Debe decir con emoción y claridad, sugerir con el silencio, contagiar alegría con una sonrisa, estremecer con un gesto. Momento mágico en que el cantante se transforma en artista. Y todo ello lo sabía dosificar Teresa con un don magistral. Como decía: “Cantantes hay muchos y muy buenos. Artistas… muy, muy pocos”.

Matizaba que la soledad del recital era una soledad compartida y que resultaba indispensable la existencia de un gran acompañante. Ella recordaba su trabajo con muchos: Félix Lavilla, el padre de sus hijos, pero también evocaba su primera actuación en el Ateneo madrileño acompañada por Gerardo Gombau, o las que tuvo con Geoffrey Parsons, Gerald Moore, Martin Katz, Miguel Zanetti o Juan Antonio Álvarez Parejo.

Opinaba que debía ser muy triste concluir una carrera de cantante, incluso excepcional, sin cantar a Schubert, Schumann, Brahms, Strauss, Fauré o Debussy. Pero además añadía a Falla, Granados, Guridi, Turina, Toldrá, Montsalvatge y tantos otros españoles como cantó.

En el recital abordó abundantemente la canción española, pero también habría que añadir a los papeles operísticos mencionados, alguno tan rotundo como su encarnación de Salud en La vida breve de Falla e incluso en algunas zarzuelas donde, sobre todo en el campo de las grabaciones, ha dejado ejemplos que nunca han sido no ya superados, sino ni siquiera igualados. Teresa podía ser inimitable en Rossini o Mozart, pero también lo era en la música española a la que también amaba y servía.

Es preceptivo en esta Real Academia que el discurso de ingreso de un nuevo numerario sea contestado por un académico ya ingresado, aunque se procura atender a los deseos de quien ingresa. Y debo decir que tradicionalmente esa contestación no sólo era una exposición de méritos, sino que solía ser un cordial debate con lo expuesto por el aspirante. Así planteé una contestación, con el título Elogio del intérprete y refutación del divo. Teresa había hecho en su discurso el elogio muy justo de su antecesor en la medalla, el arpista Nicanor Zabaleta y me pareció de útil recuerdo el evocar a los académicos que les habían precedido y así, en una especie de cuenta atrás, relatar quienes habían ostentado esa medalla. Zabaleta la había tenido después de Leopoldo Querol, un ilustre pianista que había seguido a otro no menos destacado, José Cubiles. Cubiles había sido el sucesor de un músico histórico, el violinista y director de orquesta Enrique Fernández Arbós, que a su vez fue precedido por el compositor Tomás Fernández Grajal y, antes de él, llegamos al estreno de la medalla, que fue creada junto a las primeras plazas de músicos que llegaron a la Academia al inaugurarse la Sección de Música en 1873. Y esa medalla fue llevada por primera vez por un ilustre violinista y compositor, Jesús de Monasterio.

En su edición de 1992, y la menciono porque hablamos de un discurso de 1995, el Diccionario de la Real Academia Española definía la palabra “divo” de la siguiente manera: “Divo, Diva (del latíndivus) adj. poét. Divino1Aplícase a las deidades gentilicias y a los emperadores romanos a quienes se concedían honores divinos después de su muerte. 2 Dícese del artista del mundo del espectáculo que goza de fama superlativa y en especial del cantante de ópera”.En cuanto a “intérprete” da varias definiciones y una que es muy cercana: “Cualquier cosa que sirve para dar a conocer los afectos y movimientos del alma”.

Algunas de las acepciones de las dos palabras podrían aplicarse a Teresa, especialmente porque fue una artista del mundo del espectáculo que gozaba de fama superlativa y además era cantante de ópera. Esa fama que definen los autores del Diccionario lleva a una cuestión perenne y latente en las artes. ¿Es la fama connatural al arte?, más exactamente, ¿lo es porque se consigue, la persiga o no, el artista? Si así se acepta se desplazan los valores desde las obras hasta quien las crea. Personalmente creo que en arte lo que importa son las obras, aunque quienes las hacen puedan tener su legítima porción de vanidad. Si no fuera así, tendríamos que despreciar tanta maravilla anónima como puebla nuestra historia, aunque desgraciadamente, y más en el mundo del canto, la fama pueda convertirse en un fin en sí mismo. Todos, y Teresa la primera, aceptamos que en el artista verdadero, que es un grado superior al del artista bueno, la fama puede ser una consecuencia pero nunca un fin. Definitivamente el gran arte es un servicio. Un servicio costoso, difícil y sacrificado cuya verdadera recompensa acaba por ser íntima y personal, la propia autoconstatación de haber podido expresar algo de lo que se pretendía. Lo demás, fama, honores o dinero no es realmente lo sustantivo. Incluso aceptándolo, el divismo no exime de ser un intérprete. La primera acepción del Diccionario define “intérprete” como la persona que explica a otras, en lenguas que entienden, lo dicho en otras que les son desconocidas. Evidentemente el Diccionario se está refiriendo a la traducción de lenguas. El lenguaje es mucho más amplio, la lengua es uno de los lenguajes posibles y la música es un hermoso y completo lenguaje y en ese sentido, la interpretación es mucho más amplia. Como aseguraba Heidegger, “el lenguaje es la casa del ser”. Pero no sólo el verbal. Por eso, Teresa sabía que antes que diva era intérprete y que ésta era una realización sacra porque, al igual que el Paráclito, es como una lengua de fuego que hace entender todos los lenguajes.

El intérprete es el lazo sutil que une la creación con la percepción, que explica a otros en lenguas que entienden lo dicho en otra que les es desconocida. Y sirve, como en la tercera acepción, para dar a conocer los afectos y movimientos del alma. Nada más hondo ni más difícil que el que la interpretación musical sea capaz de eso. Y tú, Teresa, lo conseguiste con plenitud. Tú sabías perfectamente que se puede llamar a un cantante divo siempre que de verdad sea un intérprete y un músico porque el divismo por sí solo es únicamente un triunfo de la vacuidad. Cuantos divos y que pocos intérpretes, eso Teresa lo sabía y lo decía con esa naturalidad que siempre la caracterizó.

Teresa Berganza, además de una grandísima cantante, fue un ser humano excepcional. Era muy inteligente y poseía un sentido del humor muy agudo que nunca escondía si estaba en confianza. Era una amiga entrañable y divertida, una persona familiar y alejada de todo engreimiento. Desde luego sabía que lo que hacía era valioso, pero también que era algo para dar a los demás. Respetó profundamente al público y nunca quiso engañarlo hasta el punto de que en algunas ocasiones si no estaba al cien por cien de su capacidad prefería cancelar la actuación antes que ampararse en un certificado médico para trampear en el recital y cobrarlo. Porque, ojo, alguien que cancela un recital, tampoco lo cobra.

Atenta al público, organizada y respetuosa, anotaba cuidadosamente los repertorios que hacía en cada lugar para no repetir o para hacerlo con suficientes razones, incluso ella, siempre elegantísima y espectacular cuando aparecía en el escenario me dijo que llevaba un registro de los trajes que usaba en cada lugar para elegir el más adecuado cuando regresaba. “¿Sabes?”, me dijo en una ocasión, “en la ópera hay siempre un diseñador del vestuario que te viste como a él le apetece, aunque –añadía- yo siempre me lo ajusto para dominarlo como el papel cantado. Pero en el recital, donde estás sola en la cercanía del público, tú no sólo eres la responsable de tu canto sino de toda tu presencia”.

Así era Teresa, profesional en todo lo que hacía, personal e inimitable. Ahora, está instalada en la Historia, un lugar al que ya perteneció en vida por derecho propio. La música tiene en ella uno de sus iconos incontestables en la historia del canto. Pero además se ha ido una gran mujer, una gran amiga y un ser adorable más allá de su aportación puramente artística. Y en esta Academia hemos perdido a la primera mujer que fue numeraria y a la que todos apreciábamos.

Teresa, te recordamos y te recordaremos siempre. Teresa, te queremos. Y te seguiremos queriendo.

Tomás Marco Aragón

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