Museo

La magia de Martín Chambi

La sala de fotografía del Museo de la Academia acoge un conjunto de diez obras de Martín Chambi que forman parte de los fondos de la Corporación. Además, se exponen otras imágenes y publicaciones procedentes de colecciones privadas (familia Chambi, Juan Manuel Castro Prieto, Pedro Melero)

En el ecuador del siglo XX, cien años después de que el aimara Juan Fuentes estableciese su estudio en Perú, la proporción de fotógrafos indígenas en Latinoamérica era ya abrumadora. Pero fue el peruano Martín Chambi (1891-1973), el más sobresaliente fotógrafo de su tiempo, el primero en retratar a las gentes de su raza con una mirada no colonizada y el que nos ha dejado una obra más deslumbrante y universal.

Desde 1979, en que se expusieron sus fotografías en el MOMA de Nueva York, el éxito universal de Chambi fue espectacular y su prestigio no dejó de crecer tras la histórica muestra de fotografía latinoamericana, realizada en Zurich por ErikaBilleter en 1981, y las decenas de exposiciones y publicaciones que siguieron, como la excelente monografía editada en Buenos Aires por Sara Facio y Alicia d´Amico, con el concurso de Víctor Chambi. Ningún fotógrafo iberoamericano de su generación ha obtenido nunca un reconocimiento internacional semejante. Su reputación alcanzó España cuando, por iniciativa de Lunwerg Editores, Juan Manuel Castro Prieto, auxiliado por Juan Manuel Díaz Burgos, llevó a cabo la hercúlea tarea de cargar desde Madrid con los aperos precisos para copiar en el propio estudio familiar de Chambi una selección de sus fotografías, que se expusieron en el Círculo de Bellas Artes en 1990.

Hoy, la Academia de Bellas Artes de San Fernando expone en las salas de su Museo su importante colección de obras del maestro positivadas por Castro Prieto en aquellos días germinales. Este libro, cuarto de la colección Maestros de la Fotografía en la Academia, se publica con ocasión de esta muestra.

Martín Chambi nació en 1891 en Coaza, un pueblito peruano de casas de adobe y techos de paja enclavado en los Andes de Carabaya, departamento de Puno, al norte del lago Titicaca. A pesar de los cambios estructurales, el Perú de entonces continuaba siendo un país de campesinos, que vivían en una situación semifeudal. “El derecho sobre la tierra —escribió en 1928 José Carlos Mariátegui— coloca en las manos de los gamonales la suerte de la raza indígena, caída en un grado extremo de depresión y de ignorancia”. La creciente polémica regeneradora indigenista peruana se produjo en aquel contexto, frente a la corrupción de jueces, tinterillos, recaudadores y a la brutal explotación del indio, que provocó fuertes y traumáticas migraciones internas.

La familia de Chambi, como tantas otras del departamento de Puno, se vio forzada a abandonar sus campos de papas y de coca para trabajar en una empresa minera de capital extranjero, que buscaba oro en las minas de Carabaya. Así llegó el fotógrafo al gran río Inambari, con apenas tres años de instrucción primaria, dos idiomas no muy bien aprendidos—el castellano y el quechua—, y apenas cinco soles en el bolsillo. Una feliz casualidad le animó a alejarse de la soledad de las minas y probar suerte en la ciudad. En 1908 arribó a Arequipa, donde halló acomodo en el estudio del maestro Max T. Vargas, con el que colaboró por espacio de nueve años. En 1917 se decidió a trabajar por su cuenta y un año más tarde se residenció en Sicuani, pequeña ciudad a medio camino entre Puno y Cuzco. Con el oficio bien aprendido llegó a la mítica capital del incario —el viejo y remoto corazón de América, como la llamó Neruda—, donde acabó estableciéndose en la calle Marqués, en 1925.

En el ambiente de fervoroso resurgimiento cultural que entonces vivía Cuzco, Chambi fue buscando apasionadamente su propia identidad personal y artística, con el fin de reflejar en sus imágenes la realidad de su pueblo oprimido. Esta identificación con su raza fue advertida pronto por autores eminentes de la Escuela Cuzqueña, como Uriel García, que escribió en 1948: “Chambi es el parroquiano fraterno, el guarismo de la misma conciencia social, de idéntica emoción de clase; danza con el mismo placer que lo sabía hacer el labriego incaico que así nivelaba la tierra para proteger la semilla, con emoción telúrica, con placer y dolor”. Con su talento, su prodigiosa intuición de la luz y su portentosa maestría para retratar grupos, se convirtió en pocos meses en el más prestigioso y solicitado profesional de Cuzco. Su estudio se vio pronto frecuentado por las élites sociales de su ciudad, aunque nunca olvidó a sus iguales, que posaban sobrecogidos ante la desolada desmesura de sus forillos. De entonces son algunos de sus mejores retratos, comoGigante de Llusco(1929), Mujer india con niño (1934), La boda del prefecto Gadea (1930), Niño mendigo (1934), en los que pese al forzado estatismo de las tomas, los personajes emergen con una fuerza imponente. La mirada de Chambi va a menudo más allá de la representación objetiva de la cámara, al retratar a esos seres cercanos que parecen vestidos ya para la muerte, como en Matrimonio de conveniencia (1924).

Pero el trabajo de Chambi no se limitó al estrecho ámbito de su estudio. Como los personajes indígenas de Ciro Alegría, también él amaba alcanzar las cumbres andinas, llenarse los ojos de horizontes. Y ahí están sus deslumbrantes paisajes andinos, los remotos asentamientos incas de Wiñay Wayna, las sombras imponentes de los nevados Salcantay y Ausangate. Antes de su llegada al Cuzco, Chambi ya había realizado a lomos de cabalgadura numerosos viajes a través de las altas tierras surandinas, entre el valle Titicaca y las impresionantes depresiones del Trópico, cargando con su pesada cámara Ica de 10×15. En aquellas fotografías primeras y en sus excepcionales imágenes de grupo late ya la magia inconfundible de su obra y su magistral dominio de la luz, que le han dado celebridad universal.

Toda la amargura, la resignación, el desvalimiento y la tristeza del indio, están presentes en las magníficas fotografías de Chambi, como lo están en las páginas de José María Arguedas, Ciro Alegría y el inolvidable cholo César Vallejo. Si bien se mira, son los indígenas los verdaderos protagonistas de su obra. Ellos son los que con mayor ternura han quedado fijados para siempre en sus placas, los que desde su desolada y antigua resignación parecen mirarnos hoy mostrándonos la raíz del dolor —provecto, universal— del hombre, de todos los hombres. Por eso, quizás sin proponérselo, se ha convertido Chambi en el fotógrafo más emblemático de su estirpe, convirtiendo en ecuménica la voz telúrica del hombre andino, su dolor humanísimo y su insondable orfandad.

Publio López Mondéjar
Académico. Sección de Nuevas Artes de la Imagen

El remoto país en el que Martín Chambi nació ha producido no más de una media docena de creadores cuyas obras pueden ser admiradas prescindiendo del patriotismo, como productos de una visión ancha, sin orejeras, de lo humano, que enriquecen la experiencia universal.

Este maestro de la fotografía es uno de ellos. A diferencia de otros miembros de ese club tan exclusivo, el Inca Garcilaso de la Vega o César Vallejo, por ejemplo, cuyas obras se gestaron sobre todo en el extranjero, en medios más ricos y estimulantes que el propio para el trabajo literario y artístico, Chambi realizó su obra monumental en una provincia de sierra peruana supliendo con su esfuerzo, su imaginación y su destreza —con su genio— las limitaciones que ello significaba. Decir que fue un pionero es cierto, pero insuficiente. Pues la obra que dejó vale como resultado, por su coherencia interna, su originalidad, su penetración en las entrañas de un mundo y su riqueza visual, más que por ser una obra fundadora gracias a la cual el arte de la fotografía de su país adquirió ciudadanía internacional.

Nacido en 1891, en una aldea del altiplano puneño, en el seno de una familia campesina, un azar feliz lo llevó a trabajar cuando era aún niño, a una mina de las alturas de Carabaya, donde sin duda vio por primera vez (en manos de un empleado de la empresa), una cámara fotográfica. El encuentro tuvo consecuencias impagables, para la vida del muchacho y para la historia de la fotografía de su patria, que hasta entonces había sido sobre todo un oficio, una técnica, y que con él comenzaría a ser investigación e inspiración, intuición y ambición, es decir creación, es decir arte.

En Arequipa, en el estudio del gran fotógrafo local —el estudio Vargas del que salieron retratadas todas las familias de clase media y alta de la blanca ciudad—, hizo Chambi su vela de armas profesional. Pero su carrera comenzaría a todo fuego en Cuzco, donde se instaló a comienzos de 1920 y donde hasta los años cincuenta, en los que su actividad se fue apagando, desarrollaría su fecundo talento.  De su codiciosa mirada se puede decir que lo vio todo. De su curiosidad, que era inagotable y que lo llevó a explorar de pies a cabeza y de cabo a rabo esa provincia pequeña e intensa cargada de historia y de drama social, sobre la que disparó incansablemente los fogonazos de su viejo armatoste, esa cámara de placas con la que hizo verdaderos prodigios en su estudio, en las calles, en los jardines de recreo, los pueblos, las comunidades nativas, las ferias, los valles, las montañas.

Es arriesgado insistir demasiado en el valor testimonial de sus fotos. Ellas lo tienen, también, pero ellas lo expresan a él tanto como al medio en que vivió y atestiguan, más aún que sobre lo pintoresco, lo cruel, lo tierno o lo absurdo de su tiempo y del mundo andino, sobre la sensibilidad, la malicia y la destreza del modesto artesano que cuando se ponía detrás de la cámara se volvía un gigante, una verdadera fuerza inventora, recreadora de la vida.

Sin duda, en sus imágenes Chambi desnudó toda la complejidad social de los Andes. Ellas nos instalan en el corazón del feudalismo serrano, en las haciendas de los señores de horca y cuchillo con sus siervos y concubinas, en las procesiones coloniales de muchedumbres contritas y ebrias y en esas tiznadas chicherías que otro cuzqueño ilustre de esos años, Uriel García, llamó “las cavernas de la nacionalidad”. Todo está en ellas: los matrimonios, las fiestas y las primeras comuniones de los pudientes, y las borracheras y miserias de los humildes, y los públicos actos que unos y otros compartían, los deportes, los paseos, los bailes, las corridas, las novísimas diversiones y los solemnes ritos que los campesinos venían repitiendo desde la noche de los tiempos. De Martín Chambi cabe decir que en esos más de treinta años de labor no dejó un rincón del universo cuzqueño sin apropiárselo e inmortalizarlo.

Pero a ese mundo que fotografiaba sin descanso le impuso un sello personal, un orden grave, una postura ceremoniosa y algo irónica, una inmovilidad que tienede inquietante y eterno. Triste y duro, pero también, a veces, cómico, cuando no patético y trágico, el mundo de Martín Chambi es siempre bello, un mundo donde aun las formas extremas del desamparo, la discriminación y el vasallaje han sido humanizadas y dignificadas por la limpieza de la visión y la elegancia del tratamiento.

“Madrastra de sus hijos”, escribió del Perú el Inca Garcilaso. Con Chambi, uno de los más grandes artistas nacidos en su suelo, lo ha sido. Una madrastra ingrata, olvidadiza, al extremo de que pocos de sus compatriotas saben quién fue y por qué se le debe recordar y admirar. Menos mal que en resto del mundo, también en España, se le ha descubierto hace años y se le admira y se le hace justicia. No tengo la menor duda de que un día se le recordará como uno de los más coherentes y profundos creadores que haya dado la fotografía del siglo xx.

Mario Vargas Llosa

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