El Premio Nacional de Arte Gráfico 2017 fue otorgado al artista José Manuel Broto (Zaragoza, 1949). Convocado por la Calcografía Nacional, este importante galardón, instituido en 1993, tiene el triple objetivo de reconocer la labor de los creadores que se dedican al grabado y técnicas afines, impulsar su práctica y estimular el coleccionismo de estampas.
El jurado de la XXI edición del Premio Nacional de Arte Gráfico, formado por Antonio Bonet Correa, Juan Bordes, Gustavo Torner, Chema de Francisco y Juan Carrete, destacó “la capacidad de Broto para trasladar a la obra gráfica su propuesta pictórica, asociada en un primer momento al constructivismo y luego a la neoabstracción”. Este premio es un reconocimiento a la obra en grabado, serigrafía, litografía e impresión digital realizada por Broto, quien siempre ha concedido un notable protagonismo al arte gráfico.El elemento fundamental en la exposición es el color, que inunda de luz unas obras llenas de equilibrio y armonía, lejos de estridencias y disonancias. La muestra ha sido planteada por el artista no sólo como una retrospectiva –con series tan importantes como Los vientos, realizada en el taller Línea de Lanzarote, o Carlo Gesualdo, inspirada en el compositor italiano del siglo XVI-, sino también como un pequeño homenaje a los estampadores y grabadores que han trabajado con él. Así lo reconoce Broto:
“Pocos artistas son capaces de realizar su propia obra gráfica. Para llevar a buen término el trabajo, además de dominar la técnica del grabado, la litografía o la serigrafía, hay que ser paciente, minucioso, riguroso y estar dispuesto a trabajar en equipo, cualidades que pocos de nosotros poseemos. Es justo, por tanto, reconocer que estas obras son también y casi más que mías de Michael Woolworth, de Perico Simón, de Pepe Bofarull, de Jorge y Dora Marsá, de Erika, de Julio León… que son quienes las han materializado. Mi agradecimiento a todos ellos y también a los editores, quienes se hacen cargo de la edición muchas veces por puro amor al arte”.
Hacia 1984, unos iconos reconocibles, aunque esquemáticos, aparecen en la obra de José Manuel Broto. De algún modo, frente a la gestualidad libre, estos signos imponen su ascetismo sobre el placer puro de pintar, que había dominado unos años previos que los críticos suelen asociar al Impresionismo Abstracto, heredado de los americanos, de Sam Francis o Helen Frankenthaler, pero que también fue fruto de un entusiasmo generacional. En ese momento, el impulso expresivo se encauza simbólicamente en representaciones acuáticas, como fuentes o remolinos; y el control compositivo lo tutelan esquemas simples y enigmáticos. Así, hay una significativa estampadonde aparece una mastaba, una arquitectura arcaica, anterior al propio clasicismo. Miró y los calígrafos orientales pueden servir de modelo, pero también la emblemática europea. Esto es algo que llega a su extremo al año siguiente, 1985. Juan Manuel Bonet anota que el artista “ya no rehuía, antes al contrario, el guiño figurativo”, sabiendo “convertirlo en punto de partida para una pintura soberana y al mismo tiempo despojada”. Estas transformaciones estilísticas coinciden con su nuevo interés por la obra gráfica. No es casualidad.
Entre los artistas de su generación, José Manuel Broto cuenta entre los frecuentadores más activos y constantes de los talleres de grabado o de litografía. Y es necesario señalar que sus estampaciones, estando vinculadas a sus pinturas, no son meras tributarias de éstas. Poseen una cuidada y meditada especificidad, cosa rara entre sus contemporáneos. Entre los pocos que pueden ponerse a su nivel están Miguel Ángel Campano, José María Sicilia y Víctor Mira. Como sucede en estos otros pintores, pero en cada cual a su modo, los recursos técnicos se asocian y adaptan a necesidades internas. En el caso de Broto, la aludida irrupción de los emblemas se asocia, directamente, con el grabado, que había servido desde antaño para exteriorizar símbolos y enigmas –en los frontispicios de los viejos libros, por ejemplo-.
Pero la necesidad interna tiene raíces múltiples. La dualidad figura‑fondo, que pasa a dominar su estética madura, cuenta entre las bases tanto prácticas como teóricas de los procedimientos gráficos, donde se impone la lógica matriz‑soporte. Una lógica no exenta de paradojas. Sirva como ejemplo el aguafuerte creado en 2006 en la Calcografía Nacional, donde una misma gradación de colores juega de un modo diferente entre el fondo y el gesto. Mucha de la pintura de Broto tiene un trasfondo musical, que no se limita al homenaje a sus compositores predilectos. La música también impone un modelo a imitar, que busca las armonías renacentistas, tan complejas como humanas, de un Gesualdo o un Diego Ortiz. De las obras de este último toma el título Recercadas para una sobria serie de cinco litografías. Un título que alude a la propia necesidad de búsqueda o reinvención de las formas. Por último, es también relevante que consideremos la disciplina interna que plantea el desarrollo poético y programático de series cerradas, donde la secuencia de imágenes se manifiesta irreversible, como una baraja de tarot sobre un tapete o como la secuencia de movimientos que desgranan una composición musical múltiple.
El traslado del artista a París en 1985, le permite producir sus obras en talleres míticos. De 1986 es una serie de estampas (Paris At. Arte) realizada con Maeght, y que supone un catálogo relevante tanto de procedimientos técnicos como de iconos. Elementos en vuelo y sugerencias vegetales, escaleras y círculos mágicos, signos que recuerdan a los torii, o puertas exentas de los templos sintoístas. Esa serie es una excepción, en cuanto elude el color, siendo éste uno de los ingredientes básicos de la gráfica de Broto. Prueba de ello son muchas de sus litografías. Así, la serie Barcelona, de 1988, donde apreciaremos el doble papel que puede jugar un mismo tono, el rojo, bien en el recorrido fugitivo de una línea, bien como una marca plana, geométrica y definitiva que parece imponer silencio. Los impactantes trípticos de Jazz Trinidad, de 1998, superan en cuanto a vitalidad cromática a las pinturas sobre papel que produce con motivos semejantes. Este es uno de sus grandes proyectos junto a Michael Woolworth, maestro litógrafo que abrió su taller en París el mismo año en que se instaló Broto en la capital francesa. Juntos producirán después series altamente innovadoras, como Machine (1999) o Blasón (2001), en que la gestualidad encuentra el contrapunto del dibujo digital. El ordenador, la máquina, aparece como doble o sombra del artista, generando a modo de un eco, controlado sólo en parte. Estos experimentos terminan siendo una vía alternativa para introducir disciplina en unos procedimientos donde la arbitrariedad es un riesgo evidente.
La complicidad de estos talleres, perfeccionistas, experimentales y ambiciosos, permite al artista alcanzar niveles de calidad extraordinarios. Es importante acercarnos a estos papeles impresos y disfrutar de su piel tintada, pródiga en matices. Y no sólo encuentra aliados en París. En 1995, Broto se embarca en otra de sus grandes aventuras gráficas en el taller Línea, de Lanzarote. Allí crea Los vientos, grabados al aguatinta, producidos en tres formatos crecientes, llegando a unas dimensiones de 135 x 111 cm. En cada uno de estos grabados hay una forma que se aísla como caso de estudio, y que se nos impone como entidad necesaria.
Los objetos plásticos irradian aquí una virtud mágica. En un poema dedicado a Broto (y publicado en un catálogo de la Diputación de Huesca), José Miguel Ullán alude a cierta “tierra de nadie”, cosa que puede describir los fondos sobre los que esos objetos se coagulan. Sucede así en la aludida serie Los vientos, pero también en las aguatintas de Vestigia Vitae (1991). Entre los privilegios de un artista como Broto está contar con la glosa de alguien como Ullán, que contaba entre los pocos que han sabido calibrar lo inefable. Son numerosas iluminaciones que pueblan ese impagable texto del poeta. Algunas se disponen enforma de dualidades: “inmersión y levitación”, “inmaterial balanza: videncia y artificio”, “abluciones y talismanes”.
Esta exposición recorre los años fundamentales de la producción gráfica de José Manuel Broto, desde 1984 hasta la actualidad. El Premio Nacional de Arte Gráfico 2017, otorgado por la Calcografía Nacional de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, es la excusa para un recorrido sereno de la mano de los símbolos, de las dualidades y del color.
Alejandro Ratia
Entre los artistas de su generación, José Manuel Broto cuenta entre los frecuentadores más activos y constantes de los talleres de grabado o de litografía. Y es necesario señalar que sus estampaciones, estando vinculadas a sus pinturas, no son meras tributarias de éstas. Poseen una cuidada y meditada especificidad, cosa rara entre sus contemporáneos. Entre los pocos que pueden ponerse a su nivel están Miguel Ángel Campano, José María Sicilia y Víctor Mira. Como sucede en estos otros pintores, pero en cada cual a su modo, los recursos técnicos se asocian y adaptan a necesidades internas. En el caso de Broto, la aludida irrupción de los emblemas se asocia, directamente, con el grabado, que había servido desde antaño para exteriorizar símbolos y enigmas –en los frontispicios de los viejos libros, por ejemplo-.
Pero la necesidad interna tiene raíces múltiples. La dualidad figura‑fondo, que pasa a dominar su estética madura, cuenta entre las bases tanto prácticas como teóricas de los procedimientos gráficos, donde se impone la lógica matriz‑soporte. Una lógica no exenta de paradojas. Sirva como ejemplo el aguafuerte creado en 2006 en la Calcografía Nacional, donde una misma gradación de colores juega de un modo diferente entre el fondo y el gesto. Mucha de la pintura de Broto tiene un trasfondo musical, que no se limita al homenaje a sus compositores predilectos. La música también impone un modelo a imitar, que busca las armonías renacentistas, tan complejas como humanas, de un Gesualdo o un Diego Ortiz. De las obras de este último toma el título Recercadas para una sobria serie de cinco litografías. Un título que alude a la propia necesidad de búsqueda o reinvención de las formas. Por último, es también relevante que consideremos la disciplina interna que plantea el desarrollo poético y programático de series cerradas, donde la secuencia de imágenes se manifiesta irreversible, como una baraja de tarot sobre un tapete o como la secuencia de movimientos que desgranan una composición musical múltiple.
El traslado del artista a París en 1985, le permite producir sus obras en talleres míticos. De 1986 es una serie de estampas (Paris At. Arte) realizada con Maeght, y que supone un catálogo relevante tanto de procedimientos técnicos como de iconos. Elementos en vuelo y sugerencias vegetales, escaleras y círculos mágicos, signos que recuerdan a los torii, o puertas exentas de los templos sintoístas. Esa serie es una excepción, en cuanto elude el color, siendo éste uno de los ingredientes básicos de la gráfica de Broto. Prueba de ello son muchas de sus litografías. Así, la serie Barcelona, de 1988, donde apreciaremos el doble papel que puede jugar un mismo tono, el rojo, bien en el recorrido fugitivo de una línea, bien como una marca plana, geométrica y definitiva que parece imponer silencio. Los impactantes trípticos de Jazz Trinidad, de 1998, superan en cuanto a vitalidad cromática a las pinturas sobre papel que produce con motivos semejantes. Este es uno de sus grandes proyectos junto a Michael Woolworth, maestro litógrafo que abrió su taller en París el mismo año en que se instaló Broto en la capital francesa. Juntos producirán después series altamente innovadoras, como Machine (1999) o Blasón (2001), en que la gestualidad encuentra el contrapunto del dibujo digital. El ordenador, la máquina, aparece como doble o sombra del artista, generando a modo de un eco, controlado sólo en parte. Estos experimentos terminan siendo una vía alternativa para introducir disciplina en unos procedimientos donde la arbitrariedad es un riesgo evidente.
La complicidad de estos talleres, perfeccionistas, experimentales y ambiciosos, permite al artista alcanzar niveles de calidad extraordinarios. Es importante acercarnos a estos papeles impresos y disfrutar de su piel tintada, pródiga en matices. Y no sólo encuentra aliados en París. En 1995, Broto se embarca en otra de sus grandes aventuras gráficas en el taller Línea, de Lanzarote. Allí crea Los vientos, grabados al aguatinta, producidos en tres formatos crecientes, llegando a unas dimensiones de 135 x 111 cm. En cada uno de estos grabados hay una forma que se aísla como caso de estudio, y que se nos impone como entidad necesaria.
Los objetos plásticos irradian aquí una virtud mágica. En un poema dedicado a Broto (y publicado en un catálogo de la Diputación de Huesca), José Miguel Ullán alude a cierta “tierra de nadie”, cosa que puede describir los fondos sobre los que esos objetos se coagulan. Sucede así en la aludida serie Los vientos, pero también en las aguatintas de Vestigia Vitae (1991). Entre los privilegios de un artista como Broto está contar con la glosa de alguien como Ullán, que contaba entre los pocos que han sabido calibrar lo inefable. Son numerosas iluminaciones que pueblan ese impagable texto del poeta. Algunas se disponen enforma de dualidades: “inmersión y levitación”, “inmaterial balanza: videncia y artificio”, “abluciones y talismanes”.
Esta exposición recorre los años fundamentales de la producción gráfica de José Manuel Broto, desde 1984 hasta la actualidad. El Premio Nacional de Arte Gráfico 2017, otorgado por la Calcografía Nacional de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, es la excusa para un recorrido sereno de la mano de los símbolos, de las dualidades y del color.
Alejandro Ratia
Información
- Calcografía Nacional
- Martes a sábado: 10 a 14 y 17 a 20 h
- Domingos y festivos: 10 a 14 h
- Lunes: cerrado
- Entrada gratuita